Homo insolitus 52: La cazadora de fósiles

Homo insolitus 52: La cazadora de fósiles

El imparable avance de la ciencia debe mucho a una serie de hombres y mujeres que desde el anonimato rompieron moldes y aportaron descubrimientos sensacionales que obligaron a replantear los paradigmas establecidos. Son muchos, y algunos han pasado por esta sección anteriormente, pero hoy quiero centrar mi atención en una persona sensacional: Mary Anning, una inglesa que con tan solo doce años desenterró el esqueleto completo de un ictiosauro. Y algo más…

Nació en el año 1799 la costera localidad de Lyme Regis, cerca de Dorset. Su infancia la pasó en las accidentadas y tempestuosas costas del suroeste de Inglaterra, que recorría con frecuencia junto a su padre, carpintero de profesión, en sus expediciones en busca de fósiles, con la intención de hacer negocio con los coleccionistas que solían frecuentar aquella región.

Mary y su familia terminaron dedicándose en exclusiva a la búsqueda y venta de fósiles, especialmente tras la muerte del padre de familia, que falleció cuando nuestra protagonista tenía diez años. Le dejó como herencia su afición por aquellas enigmáticas reliquias de un pasado desconocido.

No les fue mal. Con tan solo doce años, Mary, junto a su hermano Joseph, encontró en un acantilado de Lyme Regis los restos completos de un ictiosauro, un animal marino de la época jurásica desconocido para los estudiosos de los fósiles. Fue el comienzo de una sorprendente cadena de hallazgos, entre los que cabe destacar el ya citado ictiosauro, así como un par de plesiosauros (los primeros en ser encontrados), un pterosaurio (los famosos vertebrados voladores que convivieron con los dinosaurios) y cientos de fósiles de peces de la misma época.

Los coleccionistas del país marcaron la tienda de la familia Anning como un lugar indispensable para engordar sus colecciones. Y también los del extranjero. Personajes como George William Featherstonhaugh, el primer geólogo de la historia de los Estados Unidos y uno de los más importantes contribuyentes al nacimiento formal de esta ciencia, iban hasta Dorset para comprarle fósiles a Mary. Incluso el rey Federico Augusto II de Sajonia formó parte de su clientela (se compró un ictiosauro).

Mary, desde el otro lado del mostrador, mantenía largas conversaciones con los incipientes geólogos y biólogos que se dejaban caer por Lyme Regis. Junto a ellos aprendió lo poco que se sabía por aquel entonces sobre el pasado de nuestra tierra y de nuestra vida. Fue así como, sin prisa pero sin pausa, comenzó a dedicarse en cuerpo y alma a intentar desvelar el misterio de aquellos gigantescos animales del pasado. Llegó incluso a diseccionar en secreto peces y sepias contemporáneos para compararlos con los fósiles.

Y, pese a que había sido educada en una estricta y radical educación protestante, obviamente creacionista, comenzó a llegar a conclusiones que ponían en tela de juicio no solo sus propias creencias, sino también las creencias generalizadas de aquel momento, incluso dentro del colectivo científico. Piensen que aún no habían llegado las ideas evolucionistas de Darwin o Alfred Wallace, que una década después revolucionarían el mundo y pondrían en jaque a las propuestas creacionistas religiosas. Anning, varios años antes, ya comenzó a plantear a aquel que pudo oírle lo que luego se conoció como la teoría de la extinción de las especies. Pensaba, sencillamente, que algunas especies se habían extinguido y que otras, como la nuestra, habían sido creadas posteriormente, lo que implicaba, ojo, que había habido más de una «creación». Tampoco era demasiado conflicto. Con interpretar simbólicamente los seis días que tardó YHVH en crear lo creado es suficiente. Pero en aquella época se consideraba que ninguna especie se había extinguido ni creado después de la creación.

Además, fue la primera persona en darse cuenta que las «bezoars stones» unas misteriosas piedras que abundaban por los acantilados de Lyme Regis, eran en realidad excrementos de dinosaurios, coprolitos para los que saben. Se dice que Mary nunca mostraba, por recato, las heces fósiles a mujeres.

Pero apenas se le tuvo en cuenta en los ambientes culturetas y científicos. Y no solo por ser mujer, que ya era un importante hándicap, sino por carecer de estudios superiores y por pertenecer a la clase baja. Los halagos se los llevaron los que compraron los fósiles a Mary Anning, que ni siquiera se tomaron la molestia de mencionarla en sus publicaciones. Mujer, pobre y sin estudios; imaginen. De hecho, el descubrimiento y la descripción del plesiosauro, obra de Mary, se los atribuyó injustamente el conocido William Daniel Conybeare, un clérigo y paleontólogo incipiente que ha sido considerado como uno de los padres de la paleontología.

Solo al final de su vida se le reconoció el mérito, cuando fue nombrada miembro honorario de la Sociedad Geológica de Londres. Fue la primera persona, y la primera mujer, que sin pertenecer a la sociedad recibía este nombramiento. Lástima que falleció, de un fulminante cáncer de mama, con tan solo cuarenta y siete años, solo unos meses después, el 9 de marzo de 1847.

Bueno, es cierto que estando viva un experto en fósiles llamado Louis Agassiz, bautizó dos especies en su honor: Acrodus anningiae (un tipo extinto de tiburón cartilaginoso que apareció en el Pérmico y desapareció en el Paleógeno) y Belonostomus anningiae (otro pez desaparecido del Jurásico). Curiosamente, Agassiz, que ha pasado a la historia por ser el primero en plantear que la existencia de una era glacial en el pasado, fue uno de los más fervientes enemigos de las propuestas de Darwin… Pensaba, como Mary Anning, que había habido creaciones sucesivas y recambio de unas especies por otras, y todo bajo el control de Dios.

Publicado el domingo 09-09-2018 en La Voz de Almería

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