Una de tesoros. Revista «Muy historia», monográfico «Tesoros perdidos», julio de 2016.

 

El mundo está lleno de tesoros por descubrir. Y eso que es raro el día en el que no se produce un nuevo hallazgo. Sin ir más lejos, hace escasas semanas, en la localidad sevillana de Tomares, se encontraron fortuitamente diecinueve ánforas romanas datadas en el siglo IV de nuestra era. En su interior se cobijaban la nada despreciable cantidad de seiscientos kilos de monedas de bronce sin usar. Y como este, podríamos enumerar cientos de ejemplos parecidos. Uno más: a mediados de noviembre de 1992, en la pequeña localidad de Hoxne (Suffolk, Inglaterra), un jardinero jubilado llamado Eric Lawes estaba echándole una mano a su amigo Peter Whatling, un modesto agricultor, que andaba buscando un martillo que se le había extraviado. Lawes se puso a escudriñar aquellos campos con su detector de metales, cuando encontró unas cuantas cucharas de plata y algunas joyas y monedas de oro. Decidieron informar a las autoridades y se llevó a cabo una excavación de emergencia. El hallazgo fue tremendo: cerca de quince mil objetos romanos de oro, plata y bronce de finales del siglo IV.

Aunque esto no viene de ahora. A mediados del siglo XIX, en la huerta de Guarrazar, muy cerquita de Toledo, un jornalero llamado Francisco Morales encontró por azar un depósito de joyas visigodas. Con los años, en aquel mismo lugar, se fueron encontrando numerosas piezas más, que acabaron conformando el conocido Tesoro de Guarrazar, hoy en día repartido entre el Museo Cluny de París, la Armería del Palacio Real y el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Unas pocas décadas después, en 1929, se repitió la historia en Torredonjimeno (Jaén), cuando un humilde campesino, mientras cavaba unos olivos, dio con otro tesoro visigodo, compuesto mayoritariamente por coronas votivas dedicadas a las santas sevillanas Justa y Rufina. Y unos años más tarde, el 30 de septiembre de 1958, un albañil de Medina Sidonia (Cádiz), encontró en el cerro de El Carambolo (en el municipio de Camas, Sevilla), un brazalete de oro de 24 quilates. Sería la primera pieza de lo que se acabaría conociendo como el Tesoro de El Carambolo, una impresionante colección de joyas que tradicionalmente fue atribuida a la misteriosa civilización de Tartessos, pero que, de un tiempo a esta parte, se considera que tiene realmente un origen fenicio.

Y esto por poner solo varios ejemplos famosos de nuestra piel de toro que, además, tienen un importante valor histórico.

No es de extrañar, visto lo visto, que existan auténticos cazadores de tesoros, que armados con modernos detectores de metales, drones, georradares y GPS, tratan de hacerse millonarios gracias a algún descubrimiento de este tipo. Y muchos lo han logrado. Pero anteriormente, cuando estas tecnologías eran inimaginables, también existieron los buscadores de tesoros. De hecho, antes de que la arqueología fuese consideraba como una ciencia, y comenzase a exigirse un protocolo serio y riguroso, fueron estos primigenios cazatesoros los que sorprendieron al mundo con el hallazgo de los vestigios de antiguas civilizaciones desaparecidas.

Incluso los primeros arqueólogos científicos podrían considerarse como miembros de este selecto club. El británico Leonard Woolley, considerado el primer arqueólogo moderno, descubrió en los años veinte del siglo XX la mítica ciudad de Ur (Irak), uno de los grandes centros urbanos de la antigua Mesopotamia. Al margen del incalculable valor histórico de este hallazgo, Woolley se llevó para Gran Bretaña una inmensa cantidad de piezas de oro y piedras preciosas. Allí, en el Museo Británico, descansa esta magnífica colección, junto con otros tesoros arqueológicos desenterrados por otros investigadores y en otras latitudes, como la Piedra de Rosetta.

Claro, en aquella época el concepto de expolio no era exactamente el mismo que tenemos nosotros ahora. Unos años antes, en 1870, el millonario prusiano Heinrich Schliemann encontró las ruinas de mítica ciudad de Troya, de la que habló Homero en sus poemas. Allí, además, dio con el fantástico Tesoro de Príamo, datado con técnicas modernas en torno al año 2600 a.C. Pero este señor decidió llevarse aquella maravilla para Grecia, sin informar en ningún momento a las autoridades turcas, que decidieron denunciarle por expolio. El asunto se solucionó con el pago de una generosa cuantía al Imperio otomano, pero el tesoro nunca regresó a Turquía ya que, después de que Schliemann se lo llevase con él a Berlín, acabó desapareciendo tras la toma de esta ciudad por las tropas soviéticas a finales de la Segunda Guerra Mundial. Hasta que en 1993 se confirmó que estaba en el Museo Pushkin de Moscú.

Pero esta fiebre por los tesoros venía de lejos. Es más, varios siglos antes sucedió algo muy curioso, durante los años en los que los conquistadores europeos andaban asimilando el descubrimiento de un nuevo continente, América. Entre aquellos intrépidos señores se divulgó el rumor de la existencia de una ciudad de oro, El Dorado. Desde entonces, como era de esperar, docenas de expediciones se lanzaron en busca de aquel maravilloso lugar. Aunque esta legendaria ciudad nunca fue encontrada, merece la pena destacar la odisea que capitaneó Antonio de Sepúlveda: a este señor, a finales del siglo XVI, se le ocurrió que la mejor manera de comprobar si había oro en el fondo del profundo lago de Guatavita, una de las posibles ubicaciones de El Dorado, era vaciarlo. Así, con la ayuda de miles de trabajadores indígenas, abrió una enorme zanja y consiguió hacer descender unos ocho metros el nivel de las aguas, encontrando una apreciable cantidad de joyas y piedras preciosas. Todo acabó cuando las paredes del canal que había confeccionado para drenar el agua se desplomaron. ¿Es posible que las oscuras aguas del Guatavita escondan aún más riquezas? Probablemente sí.

El oro obnubiló a los conquistadores. Incluso Francisco Pizarro anduvo buscando por las tierras de los Incas el tesoro de Atahualpa, o al menos eso cuenta la leyenda: cuando el líder indígena fue apresado por las tropas españolas, se llegó a un acuerdo a cambio de su libertad. El trato consistía en llenar de oro la habitación en la que tenían encerrado al Inca, y de ello se encargó el general indígena Rumiñahui. Pero Atahualpa falleció antes de que aquel pudiese terminar su tarea, por lo que Rumiñahui decidió esconder el fabuloso tesoro en algún lugar perdido de las montañas de Llanganates (Ecuador). Pizarro no lo encontró, como tampoco lo encontraron las decenas de interesados que lo intentaron durante las décadas siguientes.

Muchos años después, a comienzos del siglo XX, el coronel británico Percival Harrison Fawcett desapareció en extrañas circunstancias en el Matto Grosso brasileño, durante la búsqueda de una ciudad que no sólo identificaba con El Dorado, sino que, según él, era una colonia de la mítica Atlántida. Se trataba de la ciudad perdida de Zeta. Ni la encontró, ni se le volvió jamás a encontrar a él.

Pero no es oro todo lo que reluce, ni todos los tesoros tienen un valor pecuniario. ¿Acaso no pueden ser considerados tesoros muchos de los hallazgos arqueológicos recientes, como los 8.000 guerreros de terracota que el emperador Quin Shui Huang Di enterró en su tumba en el siglo III a.C. y que fueron descubiertos en 1974? ¿Qué decir de los Moáis de la Isla de Pascua, avistados por primera vez por los europeos a comienzos del siglo XVIII? ¿Y la tumba de Tutankamón, la Biblioteca de Nínive o el fantástico santuario de Göbekli Tepe?

Como también son tesoros dos impresionantes hallazgos que se produjeron con muy pocos años de diferencia y que han revolucionado por completo la investigación sobre los orígenes del cristianismo: los Manuscritos del mar Muerto, cuyos primeros rollos fueron encontrados en 1947 por unos pastores beduinos del desierto de Israel, y la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi, descubierta en el sur de Egipto dos años antes.

Por supuesto, faltan muchísimos tesoros por encontrar. Aún no sabemos qué fue lo que consiguieron sacar, de ser cierta la leyenda, los cátaros del castillo de Montsegur durante el asedio que sufrieron a manos de los cruzados; ni sabemos dónde se encuentra el fabuloso tesoro que los templarios pusieron a buen recaudo antes de la caída de la orden en el año 1307 y que, según algunos atrevidos, pudo llegar a América; ni conocemos el paradero del mítico tesoro del rey Salomón, que, según se ha planteado, fue llevado a Roma por las tropas de Tito tras la conquista de Jerusalén en el año 70 d.C., para ser posteriormente tomado por Alarico y sus godos en el año 410, terminando, si hacemos caso a las crónicas, en Toledo; como tampoco tenemos ni idea de donde se encuentra el Arca de la Alianza, en la que, según las Escrituras judías, se custodiaron las Tablas de la Ley que YHWH le entregó a Moisés en el monte Sinaí.

A día de hoy, seguimos sin localizar las sepulturas de algunos importantes personajes de la historia. Por ejemplo, los restos de Alejandro Magno, el aguerrido rey macedonio que estuvo a punto de conquistar todo el mundo conocido en el siglo III a.C., siguen sin aparecer. Y ello a pesar de la multitud de intentonas y propuestas que se han hecho a lo largo de los siglos ―la última teoría apunta a que su cuerpo descansa en la basílica de San Marcos de Venecia―. Y no es la única tumba desaparecida y buscada: Gengis Kan, el líder de otro vastísimo imperio, el mongol, sigue enterrado en algún lugar desconocido desde que falleció en 1227, debido a que, según cuenta la leyenda, la guardia real, siguiendo órdenes expresas del fallecido emperador, asesinó a todos los testigos y obreros que participaron en la construcción de su tumba. Y después, los propios guardas se mataron unos a otros para proteger el misterioso emplazamiento y el enorme tesoro que se enterró junto al Kan, algo muy parecido a lo que ocurrió unos siglos atrás cuando los visigodos decidieron enterrar a su poderoso caudillo, Alarico, junto a un imponente ajuar funerario, en un sepulcro que hoy se sigue buscando bajo las aguas del río Busento (Italia).

Ni sabemos qué fue lo que encontró el abad Bérenger Saunière en la misteriosa iglesia de Rennes-Le-Château, aquel pueblo del Languedoc francés en el que está prohibido excavar; ni qué puede haber, si es que hay algo, en el Money Pit de la misteriosa Isla del Roble de la costa noreste de Norteamérica; ni conocemos, por supuesto, donde están algunos de los fabulosos tesoros perdidos de los piratas y bucaneros que navegaron por los siete mares siglos atrás, como los del Capitán William Kidd y el mítico Barbanegra, que en algún lugar desconocido dejaron enterradas sus enormes fortunas. O las decenas de galeones hundidos que nunca han vuelto a ver la luz y que esperan, en el fondo del mar, ser rescatados algún día.

Ni se han encontrado algunas de las grandes reliquias de la cristiandad, sobre las que se han escrito centenares de libros. Sigue desaparecido el Santo Grial, la copa que presuntamente utilizó Jesús durante la Última Cena, aunque, según la Iglesia, se custodia en la Catedral de Valencia; o la Lanza de Longinos, con la que, supuestamente, se atravesó el pecho de Jesús ―de ser cierto lo que comentó Juan el Evangelista―, pese a que muchos creen que se trata de la Lanza de San Mauricio (Museo de Historia del Arte de Viena). Por cierto, estos dos objetos interesaron sobremanera a los nazis, que también se dedicaron a buscar tesoros, además de saquear numerosos museos de los países que conquistaron, provocando uno de los mayores expolios de la historia; y que también dejaron para la posteridad un tesoro por descubrir, ya que, tras la caída del III Reich, una enorme fortuna, compuesta por miles de lingotes de oro, fruto del saqueo al que sometieron a Europa durante aquellos años, desapareció para siempre…

En definitiva, hay muchos tesoros ahí fuera. Y muchas leyendas que quizás sean verdad. O quizás no, pero de esto se nutren nuestras almas de buscadores. De la esperanza de que cualquier día, en cualquier lugar, podemos encontrar nuestro tesoro.

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