«Encantado de conocerte». Prólogo del libro “Dancing with the Devil”, de la exposición artística de Fran López en la Sala Vampiras (Almería); Mayo de 2015.

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Fue Shatán para los hebreos, el enemigo, aunque antes de la caída le llamaban Lucifer, el portador de la luz, el mismo al que los griegos llamaron Diábolos, el calumniador, y los cananeos, Beelzebub, el Señor del Abismo. Pero hay más: los guanches tenían a su Guayota, el eterno adversario del divino Achamán; los sudamericanos a Mandinga, el Señor del Mal; los mineros bolivianos al Tio Pachamama; y los mayas mexicanos a Tlacatecolotl. Incluso los budistas tuvieron uno, llamado Mara, el mismo que intentó evitar que Buda alcanzase el nirvana y destruyera el ego.

Sin olvidar que, para los gnósticos, fue el creador del mundo material y del hombre, un tal Yahvé, enfrentado eternamente al Dios Justo del Bien.

Para unos fue malo, malísimo; para otros, la necesaria contrapartida para lograr el cósmico equilibrio. Para mí siempre fue Robert de Niro. ¿Conocen ustedes la película El Corazón del Ángel, dirigida por el gran Alan Parker en 1987? En ella, el camaleónico actor representó a un personaje llamado Louis Cyprhe, alter ego de Lucifer, que llevó por la calle de la amargura a Mickey Rourke y que, a un servidor, que contaba sólo once primaveras cuando vio esta peli, dejó una profunda huella. El diablo era un hombre barbudo, con un lunar en la cara y vestido de Armani. ¿Algo puede dar más miedo?

Sea como fuere, desde la más remota antigüedad, todas las culturas de la Tierra han venerado, odiado, temido y representado al Diablo de mil formas distintas. Y de eso es de lo que tengo pensado hablar en estas pocas líneas: del Maligno en el arte y, especialmente, en la cultura popular.

Como bien sabrán, durante la Edad Media el mal fue algo omnipresente, y el Diablo, su representante, fue objeto de muchísimas obras artísticas, realizadas siempre con la intención de atemorizar a los cristianos. No incumbe a este prologuista hacer un listado de ellas, pero merece la pena mencionar, al menos, una, para mí muy representativa: en la catedral de Torcello, Venecia, a mediados del siglo XII, se pintó una representación de Satán presidiendo el Infierno durante el Juicio Universal. Allí, aparece, en un curioso paralelo con la Virgen María, portando a un niño en brazos, el Anticristo.

En Europa predominó la imagen religiosa y terrible del Diablo hasta bien entrado el siglo XIX. Lo pueden comprobar en Madrid, donde en 1878 se levantó el famoso Ángel Caído del Retiro. Pero en otros lugares, por ejemplo, en la América prehispánica, tras la llegada de los conquistadores, con sus cruces y sus biblias, muchas de sus propias deidades se identificaron con demonios de todo tipo, aunque, lejos de ser una figura maligna y merecedora de respeto, se trató al Diablo de forma cómica y familiar. En México, por ejemplo, al igual que a la Santa Muerte, se le trata como compadre o amigo, se le ponen nombres curiosos (el Chamuco, el Patetas, el Demoño, la Cosa Mala, etc.) y se le representa de forma colorida en carnavales y desfiles. Sigue siendo el mal al que hay que temer, pero, desde su perspectiva, se le puede encadenar con humor y color.

Y ya en el siglo XX, con la crisis de las religiones, la llegada de la Nueva Era, el triunfo del capitalismo y la victoria de la libertad sobre la superstición, el diablo dejó de ser el malo malísimo de la antigua tradición judeocristiana para convertirse en un personaje esencial de la cultura popular, una especie de símbolo del lado oscuro que todos ocultamos en nuestro interior y que ha acabado siendo representado en todas las artes: desde el «encantado de conocerte, espero que adivines mi nombre» que cantaba, allá por 1968, Mick Jagger en su Simpathy for the Devil, hasta el Black Metal o el Jazz, conocido como la música del Diablo en los años veinte; desde novelas como El Maestro y la Margarita, de Mikhail Bulgakov, El Discípulo del diablo, de George Bernard Shaw o El Diablo y Daniel Webster, de Stephen V. Benét, hasta el bebé de La Semilla del Diablo, la Reagan del Exorcista o el Damien de La Profecía; desde los comics de Lucifer Estrella del Alba de la DC o los del Motorista Fantasma de la Marvel, a las viñetas humorísticas de Montt, los videojuegos Diablo o Castlevania, los anuncios del Vodka Sminorff, los carteles en contra del tabaco y el alcohol de los años veinte, el Airgam Boys que hicieron en su honor, el Cabernet Sauvingnon que embotellan los chilenos con el nombre de Casillero del diablo (no se pierdan sus carteles publicitarios), la Derbi Diablo, el Jamón endiablado para untar tan popular en Colombia o las mascaras de cartón que nos poníamos de niños, allá por los setenta.

El diablo, para bien o para mal, siempre ha estado presente en el arte. Gracias a Dios.

No encuentro mejor manera de terminar este prólogo que adjuntando la jocosa entrada correspondiente a la palabra «Satanás» del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce, una de las obras maestras de la irreverencia, escrita entre 1881 y 1906, en la que se flagela sin piedad y por sistema a muchos de los pilares de la sociedad actual. La suya y la nuestra.

Satanás, s. Uno de los lamentables errores del Creador. Habiendo recibido la categoría de arcángel, Satanás se volvió muy desagradable y fue finalmente expulsado del Paraíso. A mitad de camino en su caída, se detuvo, reflexionó un instante y volvió.

―Quiero pedir un favor ―dijo.

―¿Cuál?

―Tengo entendido que el hombre está por ser creado. Necesitará leyes.

―¡Qué dices miserable! Tú, su enemigo señalado, destinado a odiar su alma desde el alba de la eternidad, ¿tú pretendes hacer sus leyes?

―Perdón, lo único que pido es que las hagan ellos mismos.

Y así se ordenó.

 

“¿Es usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios.” (Gilbert Keith Chesterton)

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