Prólogo de la obra “Orfus, el ocaso de los Or’uka”, de Cosmin Stircescu; mayo de 2015.

11078060_795844923840835_8729750777708493850_oA MODO DE PRÓLOGO

En abril de 1926, un luxemburgués llamado Hugo Gernsback, propietario de la editorial estadounidense Experimenter Publishing, lanzó al mercado la primera revista especializada en ciencia ficción. Amazing Stories se llamó. Y fue, precisamente, en el primer número de aquella legendaria publicación dónde se acuñó el nombre de este género. O no, porque realmente el nombre que empleó fue «scientifiction» (algo así como «cientificción»). Pero resulta que tres años después, arruinado como consecuencia de la Crisis del 29, se vio obligado a vender el magazine, perdiendo, por lo tanto, los derechos de aquel nuevo término. Así que, raudo y veloz, y más listo que el hambre, decidió emplear, en posteriores publicaciones, otra denominación muy parecida: «Science-fiction», que literalmente se ha venido traduciendo como «ciencia ficción» pero que, siendo estrictos y justos, sería mejor traducir como «ficción científica».

Ahora bien, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de ciencia ficción? Parece fácil, pero no existe un consenso sobre los límites del género y su correcta definición. Sin entrar en cuestiones etimológicas ni en tecnicismos académicos, me quedó con lo que dijo una vez el gran Robert A. Henlein, uno de los grandes del género, autor, entre otras obras, de Forastero en tierra extraña (1962) y Tropas del Espacio (1960):

Una breve definición, útil para casi toda la ciencia ficción, podría ser: la especulación realista sobre posibles eventos futuros, en base a un conocimiento adecuado del mundo real, pasado y presente, y a una comprensión completa de la naturaleza y significado del método científico.

Quizás sea demasiado técnica, ¿no? A ver que les parece esta otra que propuso el creador de la mítica serie televisiva The Twilight Zone, el gran Rod Serling (1924-1975):

La fantasía es lo imposible hecho probable. La ciencia ficción es lo improbable hecho posible.

En definitiva, es un término ambiguo, difícil de delimitar y aún más difícil de definir. Por eso, quizás, la mejor definición sería la misma que propuso Mark C. Glassy sobre el término «pornografía»:

No sabemos lo que es, pero lo sabemos cuándo lo vemos.

Obviamente, el género tenía mucho más tiempo, pero hasta que el bueno de Gernsback decidió bautizarlo, recibió otros nombres, como «novelas científicas», «relatos de mundos perdidos» o, simplemente, «historias fantásticas».

Tradicionalmente se ha dicho que la primera obra de ciencia ficción fue la inmortal obra de Mary Shelley Frankenstein (1818), a la que siguieron algunas obras de Edgar Allan Poe (Revelación mesmérica, 1845), Julio Verne o H. G. Wells. Más tarde,  desde los años treinta del siglo XX, llegaría la llamada Edad de Oro de la ciencia ficción, con autores de la talla y el talento de Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Aldous Huxley, George Orwell o el anteriormente citado Robert A. Henlein.

Pero, realmente, la cosa viene de muy atrás: ¿Acaso no puede ser considerada como ciencia ficción la leyenda medieval judía del Golem? ¿O el breve relato que escribió allá por el siglo II Luciano de Samosata  sobre un barco que, arrastrado por una enorme tromba de agua, termina en la Luna? Y eso sin hablar de la Utopía de Tomás Moro (1516) o el Somnium sive Astronomia lunaris de Johannes Kepler (1623).

Incluso el gran Voltaire escribió un relato llamado Micromegas (1752), en el que se describe la visita a la Tierra de un habitante de Sirio (el tal Micromegas) y de un colega procedente de Saturno.

Así, de una manera o de otra, parece que desde la más remota antigüedad ha existido algo parecido a la ciencia ficción, aunque, obviamente, el género se desarrolló con fuerza en el siglo XIX para terminar explotando en el XX, convirtiéndose en uno de los grandes pilares de la cultura popular.

En fin, después de esta pequeña introducción (perdonen la pedantería), vayamos al grano: resulta que mi amigo Cosmin F. Stircescu, que es tan buen escritor como osado en sus peticiones, me invitó a que escribiese un prólogo para su nueva novela, la segunda tras su maravillosa La vara de Argoroth (primera entrega de su saga Leyendas de Erodhar), una historia de ciencia ficción titulada Orfus: el ocaso de los Or’Uka, esta que tienen ustedes entre sus manos.

Obviamente acepté, y no solo por la amistad que me une al bueno de Cosmin y porque considero que aquello de «quién a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija» es una verdad como un templo  ―algún día estaré orgulloso de decir que este autor es mi colega y que le hice un prólogo cuando aún no era famoso―, sino porque era para mí todo un reto.

A un servidor, más bien dado a perpetrar ensayos y a narrar verdades more stranger than fiction, que dirían los yanquis, le encantaría, ya no sólo escribir ciencia ficción, sino ficción en general, novela. Pero hasta ahora no me he atrevido, ya sea por miedo, por desidia o por simple ausencia de imaginación. Eso no quita que no sea un devorador de ficciones literarias, especialmente de este género. Así que acepté, en parte para contribuir con mis letras ordenadas a introducir y presentar esta genial novela, pero también para saciar mis frustradas aspiraciones de escribir ficción.

Siempre podré decir que escribí el prólogo de una novela.

Y podré enorgullecerme aún más porque se trata de una obra fantástica, en todos los sentidos del término. Una obra ágil, amena, dinámica y viva que, además, guarda relación con algunos temas de lo más interesante. Al menos para mí.

No quiero spoilear, pero, a modo de breve introducción, me gustaría comentar dos aspectos que especialmente me han conmovido de esta obra: por un lado, en Orfus, el planeta al borde de la extinción en el que se desarrollan los acontecimientos de este libro, una mutación está haciendo que los niños Or’Uka nazcan «distintos». Esto, que en principio no debería ser nada malo, sirve para que el malo malísimo de la trama, el rey Yrkuz, de inicio a un terrible genocidio que, inevitablemente, nos recuerda a algunas tragedias reales que hemos vivido los habitantes de este pequeño punto azul en el Cosmos. No hace mucho desde que en Alemania se levantó un pintor mediocre, tomó el poder y, por sus delirios de grandeza, decidió qué humanos debían vivir y cuales tenían que desaparecer de la faz de la Tierra. Aquello, como bien sabrán, terminó con millones de muertos y con el alma humana tocada y hundida. Eso sí, ni fue la primera vez ni sería la última. La diferencia, en este mundo enfermo, siempre se ha castigado. En eso somos expertos.

Por otro lado, y quizás spoileando un poquito, Cosmin se hace eco de algo que me apasiona e inquieta: ¿es posible que la vida no haya surgido espontáneamente en la Tierra, tal y como, casi por consenso se cree? Esto, que puede parecer ciencia ficción, está a la orden del día. Y no hablo de blogs conspiranoicos sobre reptilianos, grises e incubaciones in vitro de extraterrestres. Hablo de hipótesis científicas serias, de la llamada panspermia, una teoría que propone que los primeros seres vivos pudieron llegar en meteoritos o cometas from outer space. Es más, dentro de esta propuesta existe otra más arriesgada que postula algo, quizás, muy atrevido: ¿y si esa panspermia no es natural y aleatoria, sino que es artificial? ¿Y si una civilización extraterrestre sembró en la Tierra las semillas de la vida? Sí, es algo osado. Pero esto no lo defienden sólo los amantes de eso que llaman exopolítica y los que creen, como Mulder, que «la verdad está ahí afuera». Esto, queridos lectores, lo han propuesto científicos de la talla del astrónomo hijo de la Gran Bretaña Fred Hoyle o el mismísimo premio Nobel Francis Crick, uno de los descubridores de la estructura del ADN. Como muestra un botón:

Toda la estructura de la biología ortodoxa aún sostiene que la vida se produjo gracias al azar. No obstante, a medida que los bioquímicos profundizan en sus descubrimientos acerca de la tremenda complejidad de la vida, resulta evidente que las posibilidades de un origen accidental son tan pequeñas que deben descartarse por completo. La vida no puede haberse producido por casualidad. Fred Hoyle

No les entretengo más, que ya está bien. Les dejo con la novela de Cosmin, con el planeta enfermo Orfus, con los Or’Uka y sus niños mutantes, abandonados por la diosa Omn y entregados al odio genocida del malvado Yrkuz.

Disfruten como he disfrutado yo. Este es el comienzo de una hermosa saga galáctica.

Perpetrado por Óscar Fábrega.

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