Homo insolitus 35: De buscador de oro a Premio Nobel

Homo insolitus 35: De buscador de oro a Premio Nobel

¿Saben qué es el éter luminífero? Por si acaso no, lo explico. Antiguamente se creía que no existía el vacío, sino que todo el espacio aparentemente vació estaba ocupado por algo llamado éter, una sustancia material, invisible e indetectable que ni siquiera estaba sujeta a la gravedad. Y no hablo de leyendas mitológicas. Científicos de primer nivel, como Descartes, Newton o el mismísimo y omnipresente Nikola Tesla, estaban convencidos de su existencia. Solo así, pensaban, se podía explicar algo raro que pasa con la luz. Hasta no hace mucho se pensaba que era una onda, pero, de ser así,  ¿cómo era posible que se desplazase por el vacío? Las ondas han de producirse sobre algo. Por lo tanto, algo tiene que haber en el vacío. Y ese algo era el éter.

No me voy a poner muy pesado con cuestiones científicas, entre otras cosas porque soy de letras y llega un momento en el que estos conceptos se me escapan. Lo que realmente me interesa es la persona que a comienzos del siglo XX consiguió demostrar, sin querer, que el éter no existía, todo un Homo insolitus que, sorprendentemente, y como dice el título de hoy, comenzó siendo un buscador de oro.

Se llamaba Albert Abraham Michelson, era de origen judío y nació en 1852 en Strzelno, Polonia (aunque entonces era Prusia). Tres años después, sus padres, huyendo de la agitación política y el sentimiento antisemita, y atraídos por la Fiebre del oro de California, se marcharon a Estados Unidos en busca de fortuna. Tardaron en hacerlo pero, con la ayuda de toda la familia, y con el duro trabajo del futuro científico, lo consiguieron.

2013052711584823En 1865, a los trece años, nada más terminar la Guerra de Secesión, fue enviado a una escuela secundaria en San Francisco. Cuatro años después solicitó la admisión en la Academia Naval de los Estados Unidos, en Annapolis, pero fue rechazado. Así que, ni corto ni perezoso, le escribió una carta al presidente Ulysses S. Grant, nada más y nada menos, para que le echase una mano, conocedor de que tenía la facultad de otorgar algunas plazas a dedo. Debió caerle en gracia porque consiguió una entrevista con él en la mismísima Casa Blanca, en Washington D.C., y obtuvo la plaza que tanto ansiaba.

Se graduó cuatro años más tarde, destacando en todo lo relacionado con la óptica y la climatología. Y consiguió trabajo en la propia Academia Naval, como profesor de Física y Química. Ya por aquel entonces comenzó a interesarse en el problema de medir la velocidad de la luz, consiguiendo resultados realmente sensacionales. Sería el trabajo de toda su vida.

En 1883 aceptó un puesto como profesor en la Case School of Applied Science en Cleveland (Ohio), donde comenzó a desarrollar un potente y perfeccionado interferómetro, un aparato óptico que se emplea para medir cosas pequeñas con precisión mediante las interferencias que provocan. Un tiempo después, entre 1885 y 1887, Michelson, junto a su amigo Edward Morley, utilizó su interferómetro mejorado en un experimento que les acabaría convirtiendo en famosos. El objetivo era, entre otras cosas, demostrar la existencia del éter lumífero y medir cómo influía en la luz. En teoría, de existir esa misteriosa sustancia, la velocidad de la luz debería verse afectada por ella. Pero, tras dos años de cuidadosas mediciones, llegaron a la conclusión de que no, la velocidad de la luz siempre era la misma, era constante. Michelson fue el primero en demostrarlo. Como dijo William H. Cropper, se trata del resultado negativo en un experimento más famoso de la historia.

Una década después, un alemán llamado Max Planck rompió las normas de juego con su mecánica cuántica, que postulaba que la energía está compuesta por paquetes individualizados llamados cuantos. Era un concepto revolucionario: demostraba la teoría de Michelson de la ausencia del éter y explicaba cómo viajaba la luz por el vacío, ya que no era solo una onda, sino que estaba compuesta por partículas.

Pero Michelson logró algo más: consiguió el metro perfecto e inmutable. Me explico: el metro es una unidad de medida creada por la Academia de Ciencia de Francia en 1792 y fue definida en aquel momento como la diezmillonésima parte de la distancia que separa el polo del ecuador a través de la superficie de la Tierra (10.000 kilómetros). Eso era un metro. Un siglo y pico después, dado que la anterior definición no era del todo precisa, se decidió adoptar un patrón inmutable. Así, se creó un metro estándar de platino e iridio que, desde entonces, se conserva en los subterráneos de la Oficina de Pesos y Medidas (en Sèvres, París). Pero, ¿y si la barra sufría alguna alteración al cabo de los años? La materia, aunque lentamente, va cambiando con el tiempo.

Michelson resolvió el problema: empleó luz emitida por cadmio metálico incandescente para determinar cuántas longitudes de onda había en el metro estándar. Su resultado: 1.553.393,3 longitudes de onda. ¿Qué quiere decir esto? Pues que cualquier otro científico, empleando el mismo método, podría reproducir un metro perfecto. Y no solo eso: consiguió una nueva definición. Un metro es 1.553.393,3 veces la longitud de onda emitida por el cadmio metálico. Esta idea fue el modelo que en 1983 se empleó para la definición actual, vigente desde 1983: la distancia que recorre la luz en el vacío durante un intervalo de 1/299.792.458 segundos. Os puede parecer una tontería, pero a mí estas cosas me encantan.

Gracias a todo esto, su carrera avanzó como la espuma. En 1889, fue contratado como profesor por la Universidad de Clark (Worcester, Massachusetts), y en 1892, como jefe del departamento de Física de la Universidad de Chicago.

Y finalmente, en 1907 recibió el Premio Nobel de Física por sus instrumentos de precisión óptica y las investigaciones espectroscópicas y metrológicas realizadas con su ayuda. Fue el primer estadounidense en ganar el Premio Nobel de una ciencia. Lo curioso es que en aquella ocasión no hubo ceremonia de entrega pública porque dos días antes había fallecido el rey de Suecia, Óscar II, lo que provocó la cancelación de los fastos.

Un merecido reconocimiento para alguien que comenzó a intrigarse por los complicados mecanismos de este universo mientras buscaba oro. Veinticinco años después, a los 78 años, falleció en su casa de Pasadena, California.

Publicado el domingo 11-02-2018 en La Voz de Almería

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