NAPOLEÓN EN ESPAÑA

Napoléon en España
NAPOLEÓN EN ESPAÑA

NAPOLEÓN EN ESPAÑA

UNO DE LOS GIROS MÁS SORPRENDENTES DE LA HISTORIA SE PRODUJO EL 2 DE DICIEMBRE DE 1804, CUANDO NAPOLEÓN BONAPARTE, QUE LLEVABA CINCO AÑOS GOBERNANDO EN FRANCIA, FUE PROCLAMADO EMPERADOR. SOLO HABÍAN PASADO QUINCE AÑOS DESDE EL ESTALLIDO DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA, Y APENAS ONCE DESDE LA EJECUCIÓN DE LUIS XVI, EL 21 DE ENERO DE 1793. LA HISTORIA ES CASI SIEMPRE ASÍ DE CAPRICHOSA.

 

Ascenso

Napoleón alcanzó el poder gracias a sus impresionantes dotes para la estrategia militar durante las guerras contra Inglaterra y Austria que se produjeron tras la revolución, en las que destacó por su papel en el sitio de la fortaleza de Tolón (a comienzos de 1794), y durante la famosa campaña de Italia, que lideró poco después de su matrimonio con Josefina de Beauharnais, celebrado el 9 de marzo de 1796.

Como comandante en jefe del ejército en Italia, con tan solo 27 años, demostró su poderío como líder y sus habilidades militares, tras conseguir derrotar a las tropas de los Estados Pontificios, pero también su poco apego por las órdenes, ya que hizo caso omiso a las disposiciones del Directorio (que se había centrado en atacar Roma y destronar al papa) y decidió enfrentarse directamente a Austria y abrir camino hacia Viena. Lo consiguió y obligó a sus enemigos a firmar un tratado de paz. Y el Directorio, pese a que no toleraba la falta de disciplina del joven comandante, se vio obligado a claudicar. El corso era todo un héroe para el ejército francés, y el gobierno no quería por nada del mundo enemistarse con sus tropas.

Pero esta influencia se extendió rápidamente a la política y Napoleón se convirtió en la principal cabeza de los radicales republicanos que no estaban dispuestos a tolerar el regreso de la monarquía a Francia.

Mientras tanto, la guerra contra Inglaterra se encontraba en un punto muerto, hasta que en marzo de 1798 Napoleón tomó una decisión tan curiosa como audaz: decidió conquistar Egipto, algo que le permitiría cortar las rutas comerciales de Gran Bretaña con Oriente y de camino proteger los intereses comerciales de Francia. Pero había algo más. Bonaparte llevó consigo a varios científicos, ingenieros e historiadores con la intención de que estudiasen el país de las pirámides, que aún no había sido redescubierto por Europa.

Fue un éxito parcial: consiguió tomar Egipto, pero a costa de perder gran parte de la flota marítima francesa.

Durante esta campaña, en un día indeterminado de agosto de 1799, tras pasar un tiempo en Tierra Santa, se produjo un hecho de lo más singular: según aseguran algunos estudiosos, Napoleón se empeñó en pasar una noche en el interior de la Pirámide de Keops, en la mismísima cámara del rey, como antes habían hecho, supuestamente, Alejandro Magno y Julio César. Se dice que a la mañana siguiente, cuando le preguntaron por su experiencia, solo respondió: “Aunque os lo contara no me ibais a creer”.

Por desgracia, no hay evidencia histórica de que esto haya sucedido, como ha evidenciado el historiador Jorge Barroso, especialista en la vida del futuro emperador, ya que los cronistas contemporáneos no dijeron nada al respecto y todo lo que sabemos está basado en referencias tardías.

La leyenda aseguraba que aquella noche sucedió algo que cambió para siempre el carácter de Bonaparte. De hecho, el 23 de agosto de 1799 emprendió el viaje de regreso a Francia, sin autorización del Directorio y dejando a sus tropas abandonadas. Llegó a París en octubre y se encontró con un país arruinado y con un gobierno desprestigiado e impopular. Un mes más tarde, el 9 de noviembre (el 18 de brumario según el calendario revolucionario), Napoleón, conspirando junto a Emmanuel-Joseph Sieyès y Charles Maurice de Talleyrand, dos de los “directores”, dio un golpe de estado y terminó con el Directorio.

El día de Navidad de aquel mismo año (1799), tomó fue nombrado primer cónsul gracias a la llamada Constitución del año VIII, un cargo que le otorgaba un poder casi total. Se iniciaba así una nueva etapa de la historia de la Revolución francesa, el Consulado, que concluyó cinco años después con el nombramiento de Napoleón como emperador, aunque ya antes, en 1802, había conseguido modificar la constitución para nombrarse a sí mismo cónsul único y vitalicio. Fue, además, un efímero periodo de paz, ya que se puso fin al enfrentamiento con la Iglesia católica y se llegó a una cierta entente cordial con Gran Bretaña.

Y finalmente, el 2 de diciembre de 1804, Napoleón se autoproclamó emperador, tras un plebiscito bastante cuestionable y con el apoyo de la aristocracia. Y lo hizo en una solemne ceremonia celebrada en la catedral de Notre-Dame de París, ante el papa Pío VII, en la que el propio coronado se impuso a sí mismo la corona —en realidad se había proclamado emperador unos meses antes, el 28 de mayo de 1804—.

Comenzaba así el Primer Imperio Francés, un periodo caracterizado por las ansias expansionistas del emperador, pero también por su afán reformista típicamente ilustrado. Desarrolló las finanzas, extendió el código civil y las libertades conseguidas con la revolución, y terminó con la servidumbre de clase, además de preocuparse por las obras públicas, el desarrollo de una burocracia profesional y el establecimiento de un primigenio sistema de enseñanza pública.

Pero volvió la guerra. Gran Bretaña se alió con Rusia y Austria para declarar la guerra al nuevo emperador (la llamada Tercera Coalición, en la que también participaron Suecia y Nápoles). Y por otro lado, Napoleón centró sus intereses en el sur de Francia, en la España de Carlos IV.

Los primeros años de Napoleón

Su nombre real fue Nabulione di Buonarte y nació el 15 de agosto de 1769 en la bella isla de Córcega, poco después de que Francia la conquistara por las armas. De hecho, su padre, Giuseppe Maria Buonaparte, fue un noble corso que sirvió durante años como secretario de Pasquale Paoli, gobernante de la autodenominada República de Córcega, un nuevo estado que se proclamó independiente de la República de Génova y que dirigió hasta que fue absorbido por Francia. No tardó el padre del futuro emperador en cambiar de bando y aliarse con los franceses.

De Génova era, precisamente, Maria Letizia Ramolino, la madre de Napolón, con la que se había casado Giuseppe Maria el 2 de junio de 1764. Nabulione fue el segundo de los ocho hijos que tuvieron.

Desde joven manifestó un carácter tímido y algo huraño, pero también dominante. No le interesaban demasiado los estudios, a excepción de las matemáticas, pero sí le gustaba la lectura. En 1778, sus padres consiguieron una beca para que tanto el joven Nabulione, de apenas nueve años, como su hermano José, pudiesen estudiar en Francia, en la escuela preparatoria de Autum. Aquí aprendió francés, aunque durante años mantuvo un fuerte acento italiano, y se cambió el nombre por Napoleón.

Un año después, en 1779, fue transferido a la escuela militar de Brienne, donde sufrió el desprecio y las burlas de sus compañeros. Pero con el paso del tiempo, se acabó ganando el respeto, sobre todo porque demostró una sagacidad tremenda para la estrategia militar, que le llevó a graduarse con honores en la Escuela Militar de París.

Apenas tenía veinte años cuando estalló la revolución en 1789. En aquel entonces era oficial de artillería, pero fue ascendiendo en el escalafón militar con una rapidez pasmosa. En 1796 ya era comandante del ejército francés en Italia.

España

En 1807, tras firmar un armisticio con Rusia y Prusia, Napoleón, aconsejado por Talleyrand, Gran Chamberlain del imperio, y Joaquín Murat, mariscal de los ejércitos franceses y cuñado del emperador, tomó la decisión de intervenir en España, ante la errónea y extendida idea de que este país estaba en un grave peligro. Es cierto que el monarca español, Carlos IV, que reinaba desde 1788, se había mostrado débil y había cedido el poder a terceros, en especial a su primer ministro Manuel Godoy. Fue este el principal artífice de la llamada Paz de Basilea, que puso fin en 1795 a la guerra entre España y Francia, motivo por el que fue conocido como el “Príncipe de la paz”. Desde entonces llevó a cabo una política de acercamiento con el país galo, hasta el punto que, con la intención de favorecer a los intereses franceses, planteó una invasión de la vecina Portugal, aliada de Inglaterra y, por lo tanto, enemiga de Francia.

España estaba en ruinas debido a la larga interrupción del comercio con sus colonias, pero Carlos IV decidió aliarse con Francia para luchar militarmente contra Inglaterra. El resultado fue el desastre de Trafalgar. Además, Napoleón, ya convertido en emperador, tenía otros planes. Por un lado, destronó a los Borbones de Nápoles (en diciembre de 1805), colocando a su hermano José Bonaparte como monarca. Y por otro, consiguió convencer a Godoy para repartirse Portugal: el sur quedaría para el Príncipe de la Paz, el norte a la reina de Etruria  y el resto para los franceses. Y así, el  30 de noviembre de 1807, los franceses tomaron la capital lusa, Lisboa.

Godoy había abierto las puertas de España a los ejércitos de Napoleón, y este, tras comprobar por sí mismo lo fácil que había resultado destituir a los Borbones napolitanos, comenzó a planear lo mismo con los españoles. La excusa fue sencilla: había que defender a la recién conquistada Portugal de una posible invasión inglesa, y así fue como las tropas galas entraron en el país.

Mientras tanto, el príncipe Fernando andaba conspirando contra Godoy, hasta el punto de proponerle a Napoleón la posibilidad de casarse con una joven de su familia a cambio de contar con su apoyo. Cuando esto se descubrió, Godoy consiguió convencer a Carlos IV para que detuviese a su hijo, y el monarca, sorprendentemente, también buscó el apoyo de Napoleón. Todo esto llevó al famoso motín de Aranjuez del 17 de marzo de 1808, provocado por el descontento del pueblo hacia el “afrancesado” Godoy y sus políticas. Las consecuencias fueron terribles: Godoy dimitió y Carlos IV abdicó, cediendo la corona a su hijo Fernando.

Napoleón intentó mediar entre los enemistados Borbones y convocó a la familia real en Bayona. Pero la idea de una intervención extranjera tan evidente no gustó en España y el 2 de mayo de 1808 estalló una revuelta popular en Madrid que, para más inri, fue duramente reprimida por las fuerzas napoleónicas presentes en la ciudad. Mientras, en Bayona, Napoleón consiguió que Fernando le devolviera la corona a su padre, y este, a su vez, la cedió a “su amigo, el gran Napoleón Bonaparte”. Pero el Emperador no la quería y se la ofreció a su hermano José, que la aceptó a regañadientes el 6 de junio de 1808.

El país quedó dividido en dos. Por un lado, los afrancesados, partidarios de las reformas liberales, y por otro la resistencia antinapoleónica, abundante entre las clases populares, que contaba con el apoyo de la Iglesia y de los grandes terratenientes, temerosos de un contagio de las medidas anticlericales y económicas tomadas en la Francia revolucionaria.

A nivel político, se convocó una Junta Nacional, a cuya cabeza se puso el antiguo ministro Jovellanos, que declaró la guerra a Francia el 20 de julio. Y pronto surgió un ferviente sentimiento patriótico que puso en pie a gran parte del país. En pocas semanas, miles de campesinos y trabajadores se unieron para formar un ejército popular junto a los militares descontentos. Además, comenzaron a proliferar las guerrillas y los míticos bandoleros que, con el tiempo, se convirtieron en héroes de la resistencia.

Si bien las tropas francesas tomaron sin dificultad el País Vasco o Cataluña, en Andalucía, los hombres del general Dupont tuvieron que rendirse, tras la batalla de Bailén, el 22 de julio de 1808, quedando abierto el camino hacia Madrid para los sublevados. Además, los ingleses desembarcaron en Portugal y comenzaron a dirigirse hacia España. José Bonaparte, que ya llevaba tiempo avisando de lo difícil que sería controlar España, decidió abandonar la capital y se refugió cerca de la frontera.

Pero Napoleón no estaba dispuesto a ceder y, pese a que estaba activo otro frente contra Alemania, envió a gran parte de sus tropas a España. Así, el 29 de octubre de 1808, Napoleón abandonó París al frente de ciento sesenta mil hombres repartidos en siete cuerpos de ejército. Madrid cayó el 4 de diciembre y Zaragoza, tras un largo asedio de tres meses, el 20 de febrero de 1809.

Pero la guerra no estaba ganada y pronto entró en un largo periodo de bloqueo y sangre. Había fracasado la concepción napoleónica de la guerra-relámpago.

Cuatro años después, el 11 de diciembre de 1813, Fernando VII se convirtió en rey de España con el Tratado de Valençay, que también aseguraba el fin de la presencia extranjera en España. Terminaba así la Guerra de Independencia española, que supuso un tremendo daño para España, tanto en vidas humanas (se estima una cifra de entre 215.000 y 375.000 fallecidos directa o indirectamente) como en posesiones territoriales, ya que en este momento comenzaron las revoluciones independentistas en Sudamérica. Pero también fue un duro varapalo para el entonces invencible Napoleón. Tanto es así que un tiempo después, durante su exilio en Santa Elena, llegó a afirmar que la guerra de España “había sido una verdadera plaga, la causa primera de las desgracias de Francia”. Y así fue.

El fin

Fue el comienzo del fin de Napoleón, que en mitad de esta contienda se había divorciado de Josefina para casarse con María Luisa de Habsburgo, hija del monarca austríaco, Francisco I, y madre de su único hijo, Napoleón II, nacido en 1811, que acabaría nombrando como heredero con el título de Rey De Roma. Un año después, en junio de 1812, se lanzó a la desesperada contra Rusia, protagonizando una valentonada que acabó pagando con cientos de miles de soldados franceses muertos en las estepas rusas.

El fracaso en la guerra de guerrillas de España y la desolación del intento de invasión de Rusia tuvieron una consecuencia importantísima: sus enemigos europeos, con Gran Bretaña a la cabeza, tomaron conciencia de que no era imbatible y redoblaron sus esfuerzos para acabar con él.

Así, el 6 de abril de 1814, tras la fatídica Batalla de las Naciones y la caída de París, se vio obligado a abdicar y tuvo que retirarse a la isla de Elba, en el Gran Ducado de la Toscana. Allí se enteró de la muerte de Josefina, a la que seguía amando. Y allí comenzó a preparar su último golpe contra los Borbones que habían recuperado el poder en Francia con Luis XVIII. Y lo consiguió: escapó de Elba, en febrero de 1815, atravesó Francia con un importante grupo de hombres y tomó París, siendo aclamado por las multitudes y llevado a hombros hasta el palacio de las Tullerías. Se inició así el periodo conocido como los Cien Días.

Pero sus enemigos no se achantaron y, finalmente, en la decisiva batalla de Waterloo, el 18 de junio de 1815, fue aplastado y cuatro días después tuvo que abdicar de nuevo, en esta ocasión a favor de su hijo, Napoleón II, en un intento desesperado por salvar al linaje. Pero el joven, de tan solo cuatro años, no pudo hacerse cargo de la herencia, ya que el día 7 de julio, Luis XVIII retomó el poder gracias al apoyo de los aliados antinapoleónicos. Napoleón II fue emperador durante quince días.

Poco después, el 18 de julio, Napoleón fue exiliado a la isla de Santa Elena, en mitad del océano Atlántico (a unos dos mil kilómetros de la costa de Angola), donde pasaría el resto de su vida.

Falleció seis años después, el 5 de mayo de 1821.

Siempre se ha dicho que murió por culpa de una dolencia estomacal o hepática, pero recientes investigaciones ha determinado que es bastante probable que falleciese envenenado con arsénico, aunque no está claro si fue un suicidio o un asesinato. Tenía cincuenta y un años.

Aunque en un primer momento fue enterrado en Santa Elena, Luis Felipe I, en 1840, ordenó que se repatriaran sus restos mortales, que fueron depositados en el Palacio Nacional de los Inválidos de París, donde reposan en un espectacular mausoleo construido en 1861 (junto a los de dos sus hermanos, José y Jerónimo)

Por cierto, en el mausoleo de Los Inválidos también se conservan los restos mortales de Napoleón II, fallecido en 1832 en el palacio de Schönbrunn, en Viena, donde residía tras ser acogido por su abuelo, el emperador Francisco I. Gracias a otro curioso giro del destino, Adolf Hitler, tras conquistar Francia, decidió entregar sus restos al general Philippe Pétain, dirigente del gobierno colaboracionista de Vichy, como gesto de buena voluntad con el recién invadido pueblo francés. Y lo hizo por todo lo alto, el 15 de diciembre de 1940, mediante una ceremonia típica de la grandilocuente Alemania nazi, con antorchas y soldados de la Wehrmacht acompañando el féretro de Napoleón II desde la estación de Austerlitz hasta Los Inválidos. Cien años antes, el 15 de diciembre de 1840, se el cortejo fúnebre de su padre había realizado un recorrido similar.

Eso sí, el corazón de Napoleón II aún se custodia en la Cripta de los Corazones de la Iglesia de los Agustinos de Viena, junto a otros muchos corazones de miembros de la casa Habsburgo.

El pene

Napoleón solo tenía un testículo, al igual que Hitler. Además, las malas lenguas afirmaban que tenía un pene extremadamente pequeño (de tan solo cuatro centímetros)  y alguna crónica relata que alguna de sus amantes se burló de su poca efectividad. Pero lo que no muchos conocen es que su pene se acabó convirtiendo en una especie de reliquia de la Francia imperial napoleónica.

Al parecer, el médico que le practicó la autopsia en 1821, Francesco Autommarchi, se lo cortó y lo entregó a un sacerdote de Córcega, un tal Ange Paul Vignali, el mismo que le dio la extremaunción al emperador. La familia de este se lo fue pasando de generación en generación, convencidos de que tenía un gran valor simbólico, hasta que en 1916 unos distinguidos anticuarios londinenses, los hermanos Maggs, se hicieron con él, junto con otras piezas relacionadas con Napoleón de la llamada Colección Vignali.

La perturbadora reliquia fue adquirida en 1924 por el estadounidense Abraham S. W. Rosenbach (por solo 2000 dólares), un vendedor de libros raros, y se exhibió en 1927 en el Museo de Arte Francés de Manhattan. La revista Time se hizo eco del asunto y, aparte de mofarse de su tamaño (mide entre tres y cuatro centímetros), lo describía como “una tira maltratada de cordones de zapatos de ante”.

En 1947, la reliquia fue adquirida por el coleccionista Donald Hyde y tras su muerte, en 1969, la famosa casa de subastas londinense Christie’s intentó, sin éxito, venderla. Pero en 1977 un urólogo de Nueva Jersey llamado John K. Lattimer, ex presidente del Colegio de Médicos y Cirujanos de la Universidad de Columbia y admirador de Napoleón, lo compró por la modesta cifra de 3800 dólares con la intención de ponerlo a buen recaudo.

Treinta años después lo heredó su hija, Evan Lattimer, que, según algunas fuentes, ha recibido generosas ofertas, aunque por el momento, que sepamos, no se ha deshecho de él. Ni siquiera ha permitido que se la hagan fotografías.

No hay nada que permita aceptar que estamos ante al auténtico pene de Napoleón. Su supuesta autenticidad se basa en las memorias, algo dudosas, del mameluco Louis-Étienne “Alí” Saint-Dennis, un ayudante de cámara del corso que contó por primera vez la historia en 1852 en la publicación Revue des deux mondes.

 

 

 

 

 

 

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